En 2010 la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) condensó su propuesta de agenda para el desarrollo de América Latina y el Caribe bajo el título La hora de la igualdad: brechas por cerrar, caminos por abrir, documento principal presentado a su trigésimo tercer período de sesiones. A partir de ahí se propuso una visión integrada del desarrollo, a la altura de los tiempos, basada en las lecciones históricas aprendidas y con cambios profundos. Esa visión está calando hondo en la región y ha sentado las bases para seguir profundizando contenidos y propuestas de política dentro de la propia CEPAL. En el caso del Panorama social de América Latina, el desafío principal es ahondar en el análisis de las brechas sociales y sus mecanismos de reproducción y reducción.
En la versión anterior del Panorama social se puso gran énfasis en las brechas de desigualdad y su reproducción intergeneracional, y se prestó especial atención a las etapas formativas de los individuos y su transición a la vida adulta, así como al comportamiento del gasto social y de las transferencias en función de los requerimientos de las nuevas generaciones en sus etapas tempranas. Se mostró la forma en que el tránsito en el ciclo vital marca trayectorias diferenciadas por el desarrollo de capacidades, enquistando la desigualdad y la pobreza en el paso de una etapa a otra de la vida de las personas.
En el Panorama social de América Latina 2011 que aquí presentamos se profundiza en la cadena de producción y reproducción de las brechas sociales y se abordan otros ámbitos. Se presta especial atención al modo en que se vinculan en esta cadena la heterogeneidad estructural (brechas de productividad en las economías nacionales), la segmentación laboral y los vacíos de la protección social. Se agregan también factores demográficos, como la fecundidad diferenciada por nivel educativo y de ingresos, y patrones más específicos de riesgo o exclusión, como los que afectan a la juventud en el Caribe. Cabe destacar que la región enfrenta un escenario ambivalente en relación con esas brechas, ya que en él se combinan tendencias estructurales que las refuerzan pero también avances recientes, que resultan auspiciosos y abren nuevas posibilidades para encaminarse hacia sociedades menos desiguales y con un acceso más difundido al bienestar. Así, por un lado, está disminuyendo la pobreza y la desigualdad en la región, y su principal causa es, en primer lugar, el incremento en los ingresos laborales y, en segundo, el aumento de las transferencias públicas hacia los sectores más vulnerables. Por otro, se mantiene la rigidez de las brechas productivas y la poca movilidad desde los sectores de baja productividad en grupos específicos (sobre todo mujeres de grupos socioeconómicos de menores recursos), cuyos ingresos no se han incrementado. También se reduce de manera importante la fecundidad, lo que augura mayores posibilidades de bienestar en familias con menor número de dependientes, pero por otra parte el calendario de la fecundidad sigue estratificado por niveles socioeconómicos y educativos, con mayor incidencia de maternidad adolescente entre las mujeres menos educadas. El aumento del gasto social es evidente, como también lo es la respuesta, desde el gasto y la protección social, para mitigar el impacto de la crisis de 2008-2009 en los sectores más vulnerables, pero por otro lado los sistemas de protección social distan de ser inclusivos y muestran vacíos que reproducen la vulnerabilidad y la estratificación en el acceso a la seguridad social.
Como es habitual, en el capítulo I se abordan las tendencias recientes en la evolución de la pobreza y la distribución del ingreso en América Latina, y se incorpora un subcapítulo sobre percepciones del mundo del trabajo por parte de los agentes que en él participan. La principal tendencia del período reciente muestra que en el año 2010 disminuyeron la pobreza y la indigencia en la región, en consonancia con la recuperación del crecimiento económico. Ambos indicadores se sitúan en su nivel más bajo de los últimos 20 años. Si bien la caída de la pobreza se debe principalmente al crecimiento del ingreso medio de los hogares, la reducción de la desigualdad también ha incidido de manera significativa.
En 2010, el índice de pobreza de la región se situó en un 31,4%, incluido un 12,3% de personas en condiciones de pobreza extrema o indigencia. En términos absolutos, estas cifras equivalen a 177 millones de personas pobres, de las cuales 70 millones eran indigentes. Las cifras indican que, tras la crisis de 2009, la recuperación económica se ha reflejado (al menos en parte) en los indicadores de pobreza. Efectivamente, con respecto al año 2009 la tasa de pobreza se redujo 1,6 puntos porcentuales, y la de indigencia 0,8 puntos porcentuales. A partir de las proyecciones de crecimiento del PIB y de las previsiones de la evolución de la inflación en cada país, cabe esperar que en el año 2011 la tasa de pobreza se reduzca levemente. En cambio, la tasa de indigencia podría aumentar, ya que el alza del precio de los alimentos contrarrestaría el incremento previsto en los ingresos de los hogares.
En materia de distribución del ingreso, en años recientes se han observado cambios favorables hacia una menor concentración, debido sobre todo a un mejor reparto de los ingresos laborales y al papel redistributivo del Estado a través de las transferencias monetarias. Si bien la reducción de la desigualdad es leve, contribuye a configurar un escenario favorable, sobre todo en un contexto de ausencia prolongada de mejoras distributivas generalizadas. En América Latina persisten los problemas de funcionamiento del mercado de trabajo y de las instituciones laborales. Según las encuestas de percepción, estas disfunciones generan sentimientos de incertidumbre y malestar en la población ocupada, sobre todo entre quienes tienen empleos precarios, poseen menos capital humano, se encuentran en peor situación socioeconómica y residen en países en que las brechas de productividad son mayores. En estos grupos son más frecuentes el temor a perder el empleo y las percepciones de falta de oportunidades de empleo, de incumplimiento de la ley laboral y de falta de garantías de seguridad social. El diálogo entre empresarios y trabajadores se ve obstaculizado por la bajo índice de afiliación sindical, especialmente de los trabajadores menos calificados, y por la desconfianza en los sindicatos, que es mayor entre directivos y gerentes de empresas.
En el capítulo II se muestra el acelerado descenso de la fecundidad en América Latina en las últimas cinco décadas, así como los factores que contribuyen a este fenómeno. La fecundidad sigue siendo invariablemente más elevada cuanto más bajo es el nivel de educación alcanzado por la mujer. Si bien en períodos recientes la fecundidad ha descendido en todos los niveles educativos, en muchos países el ritmo de descenso ha variado en los distintos grupos, siendo en general inferior en el grupo de mujeres con menor educación, lo que profundiza las diferencias relativas. La baja de la fecundidad adolescente ha sido mucho más moderada que la caída de la fecundidad total. En muchos países de la región incluso se registró un aumento de la fecundidad adolescente durante la década de 1990, mientras la fecundidad total descendía de manera significativa. Asimismo, la desigualdad que se registra en los niveles de fecundidad de los distintos grupos educativos suele ser particularmente acentuada en el caso de la maternidad adolescente. La evidencia respecto de la reducción del porcentaje de nacimientos planeados entre las madres adolescentes es un aliciente y un poderoso argumento para redoblar las políticas y programas públicos de salud sexual y reproductiva dirigidos a este grupo.
Los gobiernos de la región enfrentan dos retos principales en el ámbito de la fecundidad. Por un lado, el desafío de redoblar esfuerzos para alcanzar la meta 5B de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de lograr, para el año 2015, el acceso universal a la salud reproductiva y, de esta manera, acotar las brechas importantes que se mantienen en el nivel de la fecundidad de los diferentes grupos sociales, en particular de la fecundidad adolescente. Y por otro, los desafíos que plantea el nuevo contexto de bajos niveles de fecundidad, que requieren una adecuación de las políticas y las instituciones para atender los cambios inexorables en la estructura familiar, social y económica de los países. En el capítulo III se muestra cómo la heterogeneidad estructural (debida a las brechas de productividad), la estratificación del descenso de la fecundidad y la desigualdad de género operan como verdaderas fábricas de desigualdad en los mercados laborales latinoamericanos.
La alta heterogeneidad que pauta las estructuras productivas de la región genera grandes disparidades entre los aportes de cada sector productivo al producto y al empleo. Prevalece la estrecha vinculación entre heterogeneidad estructural y desigualdad de ingresos como un patrón rígido y estable en el tiempo. Si bien el empleo en sectores de baja productividad ha disminuido en las últimas dos décadas, su distancia respecto al empleo en sectores de productividad media y alta ha aumentado. La incorporación estratificada de las mujeres latinoamericanas al mercado laboral hace que la brecha entre las mujeres de más y menos recursos no solo no se haya reducido en las últimas dos décadas, sino que se amplíe levemente. La mayor presión de cuidado infantil y la clara desprotección en esta materia en los sectores más vulnerables reflejan un rígido circuito de desigualdad. La carga de cuidado también incide en el aumento relativo del desempleo femenino respecto del masculino. La tasa de desempleo juvenil sigue siendo muy superior a la del desempleo entre los adultos, y la distancia que separa a los quintiles inferiores de los superiores no ha variado significativamente en los últimos 20 años.
En este marco de múltiples desigualdades en el mercado laboral, la intervención estatal debe plantearse con firmeza en el campo productivo, la regulación e institucionalidad laboral, las políticas de mercado de trabajo y la redistribución en el terreno del cuidado infantil. En el capítulo IV se abordan los vacíos y desafíos presentes en los sistemas de protección social de los países latinoamericanos. La limitada cobertura de afiliación a la seguridad social y su asociación con el empleo formal hace que sean los hogares con mayor cantidad de miembros, con jefatura femenina y rurales los que tienen menor acceso a la protección contributiva. Además, la insuficiencia de la cobertura de la seguridad social se reproduce en la etapa de la vejez. La cobertura de jubilaciones y pensiones es todavía muy reducida y deja más desprotegida a la población femenina y de menores recursos.
Por otra parte, el pilar no contributivo de la protección social cubre aproximadamente un 12% de los hogares y representa el 0,25% del PIB. Sin embargo, estas transferencias sí parecen apuntar a los riesgos de la población y tienen un peso significativo en los hogares más pobres, lo que confirma que su distribución es altamente progresiva. El análisis combinado de los pilares contributivo y no contributivo en los hogares latinoamericanos muestra que una parte importante de la población está excluida del modelo clásico de protección por la vía del empleo y, a la vez, no es alcanzada por las transferencias asistenciales públicas. Si bien es cierto que dentro de este grupo existe una porción de personas pertenecientes a hogares de mayores ingresos, poco menos de la mitad de este grupo se halla dentro del 40% más pobre de la población.
Se plantean desafíos redistributivos de gran envergadura para los débiles sistemas de protección social latinoamericanos, con limitada capacidad fiscal y —allí donde llegaron a desarrollarse— arquitecturas de bienestar relativamente rígidas. La mirada sistémica debería servirse al mismo tiempo del pilar contributivo y de políticas más o menos focalizadas para interconectar el disfrute de derechos y avanzar hacia verdaderos sistemas universales y solidarios de protección.
El capítulo V trata de la dinámica reciente del gasto social, su respuesta frente a la crisis, y la perspectiva de ampliación de jubilaciones y pensiones en el mediano y largo plazo en los países de la región. A nivel regional, el gasto público, en especial el gasto social, ha registrado un aumento muy marcado en las últimas dos décadas. La partida que más se incrementó es la de seguridad y asistencia sociales (un 3% del PIB de aumento), seguida por la de educación. Pero entre los países de gasto social per cápita inferior a 1.000 dólares, la principal partida de gasto es la educación. Solo entre los países de mayor desarrollo relativo, la seguridad y la asistencia social tienen una mayor gravitación.
Ante la crisis financiera internacional, los países optaron por expandir transitoriamente sus gastos públicos en vez de contraerlos, como era lo tradicional. Sin embargo, la expansión no siempre tuvo un énfasis social, aunque las repercusiones en ese ámbito fueron importantes para prevenir incrementos del desempleo y de la vulnerabilidad social. Dada la necesidad de desarrollar sistemas de protección social con enfoque de derechos y, por tanto, basados en mecanismos contributivos y no contributivos de financiamiento, así como con pilares solidarios para la distribución de sus recursos, se hace patente la necesidad en el mediano y sobre todo el largo plazo de volver a reformar muchos de los sistemas de seguridad social, tanto en ámbitos estructurales como en aspectos paramétricos, además de reforzar la afiliación a la seguridad social en mercados de trabajo cada vez más formalizados. De lo contrario, en el largo plazo, habrá progresivas dificultades para financiar una protección social de carácter universal en sociedades cada vez más envejecidas y con menor proporción de fuerza de trabajo. En el capítulo VI se incorpora novedosamente al Panorama social un aspecto apremiante de la realidad social en los países del Caribe, a saber, la situación de la juventud en esa subregión en términos de dinámicas sociodemográficas, riesgos, desarrollo de capacidades y dinámicas de exclusión e inclusión social.
El Caribe, como América Latina, vive un momento de grandes desafíos en materia de inclusión juvenil. Es preciso adoptar nuevas medidas sobre educación y empleo para mejorar e igualar logros en la primera y tránsitos fluidos en el segundo, reduciendo así las brechas en cuanto a logros educativos entre los jóvenes y las brechas de desempleo entre jóvenes y adultos. La transición demográfica marca oportunidades para la juventud, pero debe aprovecharse en el corto plazo para expandir capacidades y productividad, así como reducir vulnerabilidades en esta generación. La juventud se desplaza geográficamente con mayor facilidad que la población infantil y la de mayor edad, muy especialmente en el Caribe, lo que puede ser tanto una fuente de oportunidades como de riesgos. La población joven caribeña está muy expuesta a riesgos por causas exógenas, sobre todo accidentes y agresiones, y a enfermedades de transmisión sexual, en especial el SIDA, pone una señal de alerta que es preciso atender con energía. En el campo del reconocimiento público y político hay avances en las últimas décadas, con la creación de instituciones de gobierno encargadas del desarrollo de planes y programas para la juventud. Falta avanzar en enfoques integrales que puedan trascender las lógicas sectoriales en virtud de la naturaleza misma del “actor joven”, en quien se combinan dimensiones de riesgos, capacidades, oportunidades y formas de participación.
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